Su
primer escenario
En Julio de 1856 desembarcaba Subirana en el puerto de
Izabal. Guatemala, en la que permaneció hasta Octubre, podría haber sido el
campo de su actividad misionera. Pero, por lo visto, el Arzobispo Fran-cisco de
Paula García Peláez tuvo dificultades cuando el Padre le pidió los permisos
necesarios para misionar de pueblo en pueblo. De esta circunstancia se sirvió
el buen Dios para regalarle a Honduras un gran apóstol. Alto, delgado, blanco,
de ojos azules, cabello cas-taño tirando a rubio, y con una voz armoniosa que
sabe acompañar con el violín, el Padre Subirana se presen-taba en Honduras con
cuarenta y nueve años de edad, muy preparado científicamente y bien curtido en
an-danzas misioneras. El único Obispo de Honduras por aquel entonces, residente
en Comayagua, Don Hipólito Casiano Flores, no tuvo los inconvenientes del
Arzobispo de Guatema-la y recibió al Padre Subirana con los brazos abiertos, a
la vez que no le designaba parroquia alguna, a pesar de que no contaba el
Prelado más que con veinte sa-cerdotes, sino que le daba amplia libertad de
movi-mientos para recorrer en plan misionero la inmensa diócesis, que era toda
la República... Lo mismo hará en 1861 su nuevo Obispo, el franciscano Fray Juan
Félix de Jesús Zepeda y Zepeda.
Þ En
la Mosquitia hondureña
El Obispo le
indica al Misionero como primer campo la Costa del Norte, por su conocimiento
del inglés, para el que se ve tenia cierta facilidad, igual que por sus
cualidades para ]a agricultura, construc-ción y medición de tierras. En la
geografía se va a demostrar como un maestro competente de verdad.
Cuando Subirana se presentó al Obispo Flores para que lo
admitiera en su vasta Diócesis, el mismo 24 de Octubre de 1856, el Prelado
escribía al Presidente Guardiola diciéndole que el Padre no desea “otro
des-tino que el de misionar en las tribus salvajes de nuestras costas. No
omitimos manifestar al supremo Go-bierno que el sacerdote de que hablamos desea
ansio-samente penetrar hasta la Mosquitia, prometiéndose el sacar de allí más
abundantes frutos, estando dispuesto a arrostrar cualquier peligro”. ¡La
Mosquitia!... Ahí derrochará energías sin cuento, ganará a los mosquitos para
la Iglesia y la Mosquitia para Honduras... Existía un tratado de Honduras con
Inglaterra sobre la Mosquitia, que era hondureña. En la disputa sobre los
límites con Nicaragua pesará fuerte la opinión de Subirana, confirmada por documentos,
de que la Mosquitia llegaba desde el río Aguán hasta Cabo Gracias a Dios, como
se determinó definitivamente, muerto ya el Padre, en Noviembre de 1868. Esta
soberanía hondureña será reconocida inter-nacionalmente, según el laudo emitido
por el Rey de España, Alfonso XIII, en el año 1912. El Obispo de Comayagua, al
presentar el Misionero al Gobierno, le expone la conveniencia de que se quede
precisamente en ese centro de tanto interés nacional: “Me parece que,
reconocidos nuestros límites terri-toriales, sería de tomar a importancia la
permanencia de este ministro en el punto que tanto se desea”.
Þ ¡A
trabajar, sea dicho!...
Por aquí empezó Subirana su asombroso apostolado, pues ya en
Enero de 1857 lo encontramos en Cabo Gracias a Dios, en el mismo límite de la
Mosquitia con Nicaragua. El Misionero reconoce en su primer informe que, a
excepción de Trujillo, esos pueblos no habían tenido atención alguna, ya porque
los habitantes están muy remotos, ya porque son muy pobres y es preciso
hacerles todo gratis. Él, que no busca más re-compensa para sus trabajos que
Jesucristo y el Cielo, sabrá cómo entregarse con desprendimiento y generosidad
heroicos... En 1864, y poco antes de morir, escribirá al Ministro de Relaciones
con humilde reconocimiento: “Hasta ahora el Gobierno no ha hallado otro que se
encargue de civilizarlos sino el Misionero que suscribe”. Y pudo hacerlo,
precisamente, porque era pobre del todo y nunca buscó una recompensa pecuniaria.
Jamás en su vida misionera de Honduras llevó un centavo consigo y para sí.
¡Había que hacerlo todo gratis!...
Þ
Los indios eran así...
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los indios y
morenos que encontró Subirana vivían aún en condiciones muy primitivas. La
Honduras que evangelizó el Misionero estaba poblada en su parte Norte y
Nordeste por zambos, payas, mosquitos, jicaques, toacas, sumos, caribes y
otros, “en gran número diabólicamente supersticiosos” y que, para colmo de
males, vivían entre “ladinos muy mal reputados”. To-dos estaban abandonados a
su suerte, sin que nadie cuidase de ellos, entre contrabandistas nacionales y
extranjeros que hacían con ellos lo que bien les venía. ¿Cómo eran aquellos
indios? En un informe oficial al Gobierno, Casto Alvarado nos proporciona datos
interesantes. Los caribes son más sociables, menos salvajes y más trabajadores
que los sambos. Los cari-bes viven medio vestidos, mientras que los sambos van
enteramente desnudos, aunque suelen llevar un bra-guero o refajo de cáscara de
hule. Los sambos poseen una vaca o un caballo y algunos hasta doscientas
cabe-zas de ganado, al revés de los caribes que no poseen absolutamente nada.
Unos y otros son idólatras y polí-gamos.
No nos salimos de aquel Informe oficial. Los sambos estaban
enojados con “El Santa Misión” porque les había quitado las fiestas del Surin,
con que aplaca-ban a sus muertos. La poligamia la suelen practicar casándose
con dos hermanas que tienen en una misma habitación, y hasta llegan a tener dos
o tres parejas en esta misma condición deplorable. Entre ellos no se conocen
más que tres delitos. El asesinato que lo castigan con la horca. El robo por el
que hacen pagar el doble al perjudicado. Y el adulterio, que lo castigan con
azotes cuando el culpable no puede pagar multas al ofendido. La mujer, por otra
parte, es la bestia de carga mientras los hombres yacen en la holgazanería. Y
sintetiza el Informe: “Son tan salvajes, tan bárbaras sus costumbres,
especialmente las de los sambos, que no se tiene una idea de su degradación”.
Þ
Estos serán sus hijos
Pues, bien; a éstos indios se va a dirigir la evangelización
de Subirana. Dios va a estar con él. Porque no van a ser todo facilidades. Al
dirigirse el Padre a una aldea del Municipio de Omoa, cuyos moradores, asaz
belicosos y hasta caníbales, no admitían a nadie extra-ño, la indiada salió al
encuentro del Misionero con intención de matarlo. Pero el Padre levantó la mano
para darles la bendición, y aquellos guerreros, tocados por una fuerza
sobrehumana, se arrodil1aban mansa-mente ante el enviado de Dios... Cuando el
Padre civilice a sus indios, les aconsejará que cambien sus nombres de animales
por otros mejo-res. A los padrinos que escogía ―personas distingui-das del
lugar―, les suplicaba que dieran a los indios su propio apellido. De este modo
los dignificaba, les introducía en la sociedad, y no es extraño encontrar hoy
día entre sus descendientes apellidos tan familia-res como González, Martínez,
Álvarez, Morejón, Que-sada, y otros no menos flamantes...
Al irse Subirana al Cielo, “la Costa Norte no se co-nocía a
sí misma”, dirá con humilde satisfacción. Había civilizado como ciudadanos y
bautizado como cris-tianos a 3.000 zambos, 2.000 mosquitos, 150 taucas, 700
payas, 5.500 jicaques y otros 2.000 morenos cari-bes. Entonces escribirá
también la Gazeta Oficial: “Mediante los piadosos esfuerzos del virtuoso e
inolvidable misionero Subirana, esos habitantes de nuestras costas del Norte,
hace poco todavía salva-jes e idólatras, gozan ya los beneficios de la
Reli-gión Católica y el grado de cultura posible en su si-tuación infantil”.
Þ
Con blancos y ladinos
Antes de
establecerse definitivamente entre los in-dios, empieza con algunas Misiones,
el ministerio de toda su vida anterior. A mitades de 1857 lo vemos misionando
varias ciudades del centro. En Comaya-gua, por ejemplo, según recordará
el Diario Oficial de Enero de 1865, consiguió un fruto maravilloso. Se refiere,
más que nada, a la legitimación de matrimo-nios. Porque entre los blancos y los
clásicos ladinos le esperaba un trabajo ingente con el arreglo de los
amancebados o de unión libre. Igual que en Trujillo, donde, según
informaba la Gazeta Oficial, “hubo una multitud de enlaces matrimoniales en la
clase llamada ladina”; y lo mismo ocurrió en Olanchito, donde tam-bién
“se matrimoniaron multitud de gentes ladinas”. El arreglo de los matrimonios y
la constitución de fami-lias estables van a ser el fruto principal de sus
Misio-nes. Predicando en el atrio de la iglesia parroquial de Tegucigalpa, llamó
poderosamente la atención de todos por la comparación catequística sobre los
Man-damientos:
- Es indispensable el cumplimiento de todos los Mandamientos
de la Ley de Dios, porque si falta uno solo es imposible la salvación. Del
mismo modo que, si faltase uno de los diez arcos del puente que une a esta
ciudad con Comayagüela, no se podría pasar por él de un lado al otro. El
Misionero ―que venía por primera vez a Tegu-cigalpa, había entrado por otra
parte diferente del río y no había visto ningún puente―, ¿cómo sabía que eran
diez los arcos?... Lo más probable que fue también aquí, en el barrio de La
Ronda, donde curó a una señora que padecía enajenación mental muy grave y era
una tortura para familiares y vecinos, caso confirmado por testigos muy
fidedignos. El Padre mandó derramar violentamente sobre ella desde el techo un
gran balde agua fría duran-te un acceso muy fuerte de locura. La enferma,
desnu-da del todo, lanzó un grito estentóreo, profundo y pro-longado. Se calma
de repente, llama por su propio nombre a uno de la familia y pide que le traiga
ropa para cubrirse. El Misionero estaba al tanto, y entra en la habitación
preguntando como si nada: -¿Qué hace la buena mujer Apolonia? Y ella, con la
naturalidad máxima: -¡Aquí, esperando su bendición, santo Misionero Subirana!
-¡Bien, hija! Siéntate. Vamos a charlar... La señora se sintió totalmente
curada, sin que le volviera a molestar más la delicada enfermedad. Al llegar a Cantarranas
no quiso hospedarse en una casa que le habían preparado: -No; aquí, no. En
esta casa había antes un blasfe-mo renegado y debe ser exorcizada. Esta casa
aca-bará mal. Muchos años después, en 1919, el edificio fue con-sumido por el
fuego...
Fue muy sonada la Misión de Danlí desde el 17 de Junio
al 9 de Julio. El Párroco dejó asentada un acta en la cual declara que
comulgaron sacramentalmente 5.542 personas y se legitimaron 130 matrimonios. El
Misionero sentía ansias de recorrer todas las po-blaciones de la República
predicando misión, y cita expresamente Ocotepeque, Santa Rosa y los
Departa-mentos enteros de Tegucigalpa y Choluteca... Pero su apostolado se va a
centrar ahora, más que nunca, entre los indios salvajes, aunque jamás
descuidará a los blancos, ladinos y a los de color en la Costa.
Þ
Yoro, punto de convergencia
Grandes proezas había realizado el Misionero en poco más de
un año. Ahora va a dejar la Mosquitia para dirigirse a Olancho y a Yoro, que
será el centro de un apostolado pasmoso en los seis años que le quedan de vida.
Sin embargo, cada año veremos a este viajero impenitente realizar, siempre a
caballo o a pie, una gira por la Costa Norte, para hacer más duraderos los
frutos de las labores desarrolladas anteriormente. De Danlí pasa a Juticalpa,
la capital de Olancho, al que iba a recorrer en todas direcciones, y del que
dirá: “He logrado reunir a los indios payas en dos puntos, Dulce Nombre de
Culmí y Santa María del Carbón, y les he puesto rezadores y maestros de
escuela”. Para cuando fue a Yoro, a mitades de 1858, ya había ins-truido y
bautizado a 800 indios de la selva en las mi-siones de Punta Ocote y Tuna.
En el Departamento de Yoro, al que dedicó la me-jor parte de
su apostolado, comenzó por aprender la lengua de los indios jicaque. Se lanzó a
las montañas del Oriente y del Sur, y para el 17 de Octubre de 1858 ya había
bautizado, incluidos los 800 de Olancho, a 2.177 indígenas selváticos, de los
que especifica el número en cada uno de los trece puestos misionados. Y esto
sin prisas desaconsejables, sino precedida la sacramentalización con la
preparación debida, como veremos luego. El 18 de Octubre, según informa al
Ministro de Re-laciones, “paso a las montañas del Norte y Poniente con el
propio fin, es decir, de instruir y bautizar, pues es donde hay la mayor parte
de esos seres hasta hoy desgraciados”. En Noviembre del año siguiente hace el
nuevo re-cuento, y puede afirmar: “He cristianizado a casi todos los indios
selváti-cos de Honduras, que ascienden al número de 5.022 a saber: 150 toacas
600 payas en el Departamento de Olancho, 4.100 jicaques en el Departamento de
Yoro y 172 de los mismos en el Departamento de Santa Bárbara”. Sumados todos los
cómputos que poseemos, pasan de 9.800 los catequizados y bautizados, contados
entre ellos los 2.000 negros caribes que viven pasada la Mosquitia, desde
Blackriver hasta Trujillo y Omoa. O sea, que, para cuando muera, Subirana habrá
hecho cristianos a “casi todos” los indígenas de la Honduras de entonces...
Þ
Bautizar sin precipitaciones.
Esta es la gigantesca obra evangelizadora de Subi-rana. Buena
falta hacía desde que los beneméritos hijos de San Francisco habían dejado la
Misión de Liquigüe, cuando en 1826 se les negó los 664 pesos que tenían
asignados para su modesta subsistencia.
Y hay que decir que el Misionero no procedía con
precipitación. Pronto vamos a ver cómo reducía a los indígenas a vivir en
poblados en torno a las capillas e iglesias que levantaba por doquier, cómo los
instruía y enseñaba a leer precisamente con el Catecismo, y cómo, según escribe
a su Obispo, los bautizaba “como puedo”, cuando sabían lo necesario para la
salva-ción, según las circunstancias de los neófitos en cada tiempo y
lugar. La gradación intocable que seguía era ésta: primero los “instruía” en lo
elemental de la fe cristiana; des-pués los “moralizaba”, es decir, les hacía
quitar las costumbres incompatibles con el Bautismo; finalmen-te, les “administraba”
el Sacramento. El escenario en que se desarrolló este apostolado era grandioso
y bello, a la par que lleno de dificul-tades, tal como nos lo describe el Vocal
de la So-ciedad de Geografía e Historia de Honduras. Lic. Ernesto Alvarado
García: “Hay que imaginarse el medio geográfico de Honduras en ese tiempo:
elevadas montañas. ríos caudalosos, lagunas y pantanos en los que abundan los
lagartos o caimanes; selvas inmensas en las que viven tigres, leones,
serpientes venenosas como el tamagás, barbaamarilla, etc.; la inmensa cantidad
de mosquitos y jején. El paludismo con todos sus peligros, el cólera morbo,
etc.”... Pero Subirana no es uno a quien le tiren para atrás semejantes
dificultades...
Þ ¿Sería
verdad lo del cacique?...
No deja de admirar la rápida y abundante conversión de tanto
indio jicaque de Yoro. ¿A qué se debió?... No es que hayamos de creer a pie
juntillas, como veremos más adelante, en todos los casos milagro-sos que el
pueblo cuenta del Misionero. Pero el del Cacique Cohayatbol no deja de ser
curioso de verdad y lo traen todos los historiadores de Subirana.
Los jicaques de Yoro y Olancho venían por centenares y miles
para recibir el Bautismo. El Padre les enseñaba a vestirse, les catequizaba, y
los bautizaba a su tiempo. A todos, menos al Cacique, el cual se resistía a
toda la enseñanza del Misionero. Hasta que un día se entabló entre los dos un
diálogo curioso durante el cual el Misionero le gastó al jefe una broma pesada
y misteriosa. -Yo no puedo creer en tu Dios. Yo sólo creo en Malotá, el dios
del mal. -¿Y por qué no puedes creer en el Dios de los cristianos? -Porque
Malotá no me prohibe nada y hago lo que quiero, mientras que tu Dios me quita
muchos dere-chos. El Misionero rezó fervorosamente, miró compasivo e irónicamente
al Cacique, al que empezó a venirle un intenso dolor de cabeza, de modo que la
había de es-trechar con fuerza entre sus manos. -¿Qué te pasa? ¿Es que te duele
la cabeza?... -En estos momentos me duele más que nunca. -Pues, mira; si
aceptas el Bautismo, ese dolor se te quitará inmediatamente. Cohayatbol aceptó
la propuesta. Rezó el Misionero y el dolor desapareció como por ensalmo. Ahora,
a instruirse bien, a prepararse y a bautizarse con toda su familia... Y, lo que
interesaba más, un amplio permiso al Padre Subirana para que predicara
libremente en todos sus territorios y bautizase a cuantos quisieran. Así se
cuenta el hecho, sucedido en los bellos para-jes de las montañas de Pijol,
junto al nacimiento del río Cumayapa, generoso afluente del Comayagua, al que
da sus frescas aguas y su abundante y rico pesca-do... El caso es que allí
empezaron a bajar los indios por centenares, y decían que venían donde el
Misionero porque habían soñado con él, porque lo habían adivi-nado y por mil
razones más... Allí levantó el Misionero una aldea, a la que después, en su
memoria, se le dio el nombre de SUBIRANA.
Þ
En Nicaragua y en El Salvador
Los tres
primeros años de la estancia de Subirana en Honduras son algo que no se
entiende. Aparte de esa actividad con los indígenas y morenos caribes, fue el
tiempo en que predicó varias Misiones entre los blancos, como veremos en su
lugar, y, además, se dio sus dos escapadas a Nicaragua y El Salvador, cuando
aún faltaban muchos años para que corrieran los auto-móviles por las autopistas
y volaran los aviones por los cielos. El caballo o los dos pies que Dios le dio
tenían que ser su transporte obligado... ¿De dónde sacó el tiempo? A finales de
1859 se encontraba en El Salvador arreglando la segunda edición de su Catecismo.
Duran-te 1860 se pasa en esa República varios meses, en la que predica algunas
Misiones; hace de Párroco en San Luis Talpa, de La Paz; visita Cojutepeque,
ciudad en que dejó recuerdo imborrable, y pasa por San Pedro Perulapán, donde
ocurre el pintoresco episodio de la estampa famosa. Quieren detener al santo
Misionero, pero éste no se puede quedar. Como recuerdo, les deja lo único que
lleva: una estampita de Santa Francisca Romana que le sirve de señal en el
libro de rezo. Ante esa estampita, enmarcada en un cuadro, rezan todavía
devotamente los habitantes del pueblo y cada año de-dican una fiesta en honor
de la Santa con Misa solem-ne y sermón. ¡Hasta dónde dejaba el Padre su fama de
santo!... Como podía penetrar en Nicaragua durante sus es-tadías en la Costa
Norte y Olancho, se dirigió hasta León, con el fin de entrevistarse con
su Obispo, a fin de conseguir las licencias ministeriales “para casar gente de
lugares remotos en donde no suelen llegar los curas de parroquias, debiendo
advertir que en lo dicho no tengo otro interés que la gloria de Dios y la
salva-ción de las almas”.
Predicó también en Nicaragua varias Misiones, concretamente
en Somoto, y trabajó temporalmente entre los indios chontales. En la
parroquia de Mata-galpa dejó como recuerdo un altar labrado por él
mis-mo y que ahora se encuentra en la iglesia de San José.
Þ El
filibustero William Walker
9op’0ppklHemos de situarnos en aquellos días tan
críticos pa-ra nuestra Centroamérica. Desde un principio le pre-ocupó al Padre
Subirana la suerte de los hondureños. Una de sus profecías es la referente a
las tierras: “Aseguren sus propiedades para que siempre tengan donde trabajar
juntos; porque los dueños de terrenos los venderán a los extranjeros a cambio
de oro. Ustedes se descuidan por la facilidad con que viven, pero día vendrá en
que todo será distinto. Necesitarán mucho dinero, y lo obtendrán a cambio de
sus fértiles tierras, que pasarán a poder del ex-tranjero”. Más que profecía,
como la llama hasta hoy el pue-blo, estas palabras eran una intuición
clarividente del porvenir: “Vendrá una nación extendiendo sus dominios por la
América Central, y será difícil librarse de su poder, pues, halagada por las
riquezas naturales del país, no querrá ceder en su empeño de conquista”. Y la conquista
no iba a ser a base de ejércitos que nos aplastarían, sino llevándose nuestras
riquezas con un colonialismo, una dependencia y unos tratados in-justos a toda
prueba. El Primer Mundo y el Tercer Mundo de hoy...
E1 imperialismo inglés y el naciente norteamericano
codiciaban nuestras regiones privilegiadas. Se soñaba en el canal que uniera
Nueva York con California, el Atlántico con el Pacifico, y Panamá o Nicaragua
estaban en la mira de las potencias colonizadoras. El filibustero norteamericano
William Walker fue el más audaz, bajo su lema “Five or none”: O las cinco
Repúblicas Centroamericanas o ninguna... Quería anexionar nuestros países a los
Estados Sureños, esclavistas todos. De haberlo conseguido, la suerte de nuestra
Centroamérica sería hoy muy distinta... Costa Rica inició la lucha contra el
invasor. El Presidente hondureño Guardiola tuvo visión de la realidad, y mandó
a Nicaragua refuerzos para las tropas liberadoras de Costa Rica, El Salvador y
Guatemala, las cuales obligaron al invasor a huir de Centroamérica. El
aventurero repitió otra intentona para apoderarse de Honduras. Pero el valiente
General Mariano Alvarez logró capturarlo y él mismo firmó la sentencia de
muerte del filibustero, que fue fusilado en Trujillo el 12 de Septiembre de
1860. El Padre Subirana se halla-ba aquel día en Punta de Piedra, a 80
kilómetros de distancia.
Þ
Los dos Presidentes
Sin contar los breves intervalos de Castellanos y Montes,
mientras el Padre Subirana misionó Honduras se encontró en la Presidencia de la
República con San-tos Guardiola y José María Medina, los cuales le brin-daron
un apoyo total en su obra de evangelización y colonización de los indios.
Guardiola vio en el providencial Misionero lo que de verdad necesitaban las
tierras y las tribus más aban-donadas hasta por el mismo Gobierno. Medina
seguirá las huellas de su predecesor y dará al Misionero las tierras que
necesite para instalar en poblaciones a los indígenas que vaya evangelizando.
Muerto el Padre, seguirán el Presidente y sus fun-cionarios
facilitando la labor iniciada por el infatigable Misionero, como la mejor
respuesta a la memoria de santo y de colonizador que Subirana dejara por todas
partes.
Þ
Apóstol de la liberación
El Misionero, ajeno en absoluto a toda política, su-po
mantener ―como hemos dicho y veremos tantas veces― buenas relaciones con los
Presidentes Santos Guardiola y José María Medina, que le brindaron su apoyo en
la colonización de las tribus indígenas. Sin halagar jamás a las autoridades
civiles, supo tratar a todas con el respeto merecido, se granjeó la estima de
todas ellas, y en todas encontró el apoyo necesario en cuanto hubo menester
para bien de sus misionados. Se las hubo de ver también con los finqueros y
em-presarios opresores, que, en vez de embestir furiosos contra el Misionero,
acababan por rendirse a la verdad, a la justicia y al amor. Profeta auténtico,
no se calla nunca. Denuncia todo desorden. Se rebela contra la injusticia de
los ricos explotadores. Acusa la negligencia de las autoridades competentes. Y
promueve a los indígenas. Los reúne en comunidades para que reclamen sus
derechos. Los instruye sobre cómo conseguir los sueldos justos... Pero lo
expone y lo hace todo con un respeto, una claridad, una sinceridad y un amor
tales, que, en vez de cosechar persecución, todos se ponen a sus órdenes para
remediar los males que fustiga. Resulta todo un ejemplo viviente de cómo la
vio-lencia consigue muy poco, a la vez que nos dice cómo el amor a todos sin
distinción es el arma más fuerte que Dios ha puesto en nuestras manos...
Eso, sí; pone como base de su acción apostólica la promoción
del hombre en su totalidad, y le enseña a ser persona con la instrucción y el
trabajo honrado, a la vez que lo hace santo con una piedad viva, conforme siempre
con las condiciones de un pueblo rudimentario y sencillo, pero capaz de
asimilar todo lo bueno que se le da. Al final, después de conseguir frutos
abundantes e inmediatos, morirá dejando en todos los hondureños, ricos y
pobres, autoridades y gobernados, un recuerdo imperecedero y una veneración
unánime.