Pedro Garcia
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Empiezan por sí mismos. Para hacer san-tos a los demás, deben
ser santos ellos, los misioneros. El Arzobispo se pone al frente y organiza su
casa para las temporadas, muy escasas, que han de pasar en ella. Está orgulloso
de los compañeros que le ha deparado el Cielo, y no sabe cómo agradecérselos a
Dios. Lo mejor es dejarle la pluma a él mismo: “Todos fueron de conducta
intachable. Jamás me dieron un disgusto; por el contrario, todos me sirvieron
de gran consuelo y alivio. Desprendidos de todo lo terreno, nunca jamás
hablaban ni pensa-ban en intereses ni honores. Su única mira era la mayor
gloria de Dios y la conversión de los peca-dores.
“Nunca se vio en ninguno de ellos disgusto por ir a alguna
parte. Todos estaban dispuestos para tra-bajar y se ocupaban con gusto en lo
que se les mandaba, ya fuese en las Misiones, que era lo más común, ya en
cuidar de alguna Parroquia o Vicaría, según las disposiciones que yo les daba,
y todos siempre contentos y alegres. Así es que nuestra ca-sa era la admiración
de cuantos la visitaron”. Al practicar cada año fielmente los Ejercicios
Espi-rituales, para los que no admitían otro director que al santo Arzobispo,
“en el último acto les besaba yo los pies a todos y ellos después me pedían
permiso para besármelos a mí y a los demás. Este acto era muy tierno,
impo-nente y de felicísimos resultados”. Sigue el Arzobispo: “Yo alguna vez
pensaba cómo podría ser aque-llo, que reinara tanta paz, tanta alegría, tan
buena armonía en tantos sujetos y por tanto tiempo, y no me podía dar otra
razón que decir: ¡Aquí está el de-do de Dios!”. El día se les pasaba entre la
oración y el estudio, con actos comunitarios seguidos fielmente, y con
re-creaciones intercaladas en las que todos se veían y charlaban animadamente.
Todos eran amigos entre sí, y no se tenían amistades particulares ni se
dedicaba ninguno a hacer visitas fuera. “Conocimos todos por experiencia que
ese medio era muy bueno y aun necesario para conser-var la paz, evitar
disgustos y otros males muy gran-des... El Señor se dignó bendecirnos y nos fue
siempre muy bien” .
Ya sabemos, pues, a qué atenernos para conocer la vida de
aquellos apóstoles, entre los que nuestro Padre Subirana iba a ser un miembro
tan notable: oración y estudio en vida conventual cuando estaban en casa; una
unión fraterna irrompible, de un solo corazón y una sola alma; y, finalmente,
una actividad misionera incansable y heroica.